Allá donde el continente Europeo alcanza su punto más septentrional, adentrados ya en el Círculo Polar Ártico, encontramos una región de una singular belleza. De orografía irregular, cubierta de pequeños arbustos y árboles, a caballo entre la tundra y la taiga, Finmark cautiva por su inmesidad y su caracter salvaje.
Multitud de ríos de recorren esta tierra, que duerme durante casi 9 meses al año, para despertar exuberante bajo el sol de media noche, durante el corto verano ártico. Las entradas de salmones, también siguen el compás alegre de esa primera-verano-otoño acelerados y los atlánticos entran en gran número durante unas pocas semanas al año. El espectáculo está asegurado:
Es mediodía y nos despertamos en nuestra pequeña tienda de travesía para dos personas. Es difícil dormir cuando el sol no se pone nunca, pero el día fue largo y la noche también. Nos entretuvimos dando pasadas a un pozo mientras nos calentábamos con un pequeño fuego a la orilla del río. Y de paso espantábamos a los mosquitos. No resulta fácil irse a la cama rodeado de este paisaje, el sol de medianoche y salmones bañando.
Preparamos el desayuno mientras chequemos el mapa del río y discutimos la estrategia. El caudal sigue a la baja y hay que adaptarse. En estos ríos, pequeños e irregulares, saber buscar los pozos idóneos para cada caudal suele ser la clave del éxito. Finalmente, nos decidimos por pescar la zona baja del tramo.
Vamos alternándonos las posturas y en aquellas que lo merecen, pescamos los dos, empleando dos técnicas opuestas, pero muy efectivas en estas latitudes: bomber y francés.
Vamos tocando peces, la mayoría añales de entre 1,5 y 2kg. Muchos de ellos muy frescos, algunos incluso lucen pulga. Los ríos son cortos y un grilse puede recorrer muchos kilómetros, aún con este caudal. Nos hacen disfrutar con las cañas ligeras de una mano y switch que hemos elegido para la jornada de hoy.
De vez en cuando, en la profundidad, conseguimos distinguir salmones de buena talla, alguno por encima de los 10kg. Llevan tiempo en el río, al menos más que los eléctricos y agresivos salmones mono invierno. No parecen muy interesados en concedernos un baile, pese a ello, no cejamos en nuestro intento y seguimos explorando río abajo, salvando peñas y cruzando puentes colgantes, de los que te hacen santiguarte.
Al llegar al último pozo del tramo, nos sentamos un rato en lo alto. El cortado de la orilla resulta una atalaya estupenda para escudriñar el pozo y tomar aliento. Juan se desliza por la grieta que da acceso a la cabecera y hace un par de lances en corto mientras le observo. Le veo clavar y no tengo certeza de si se trata de un salmón o del fondo. Creo que él tampoco.
Tras un instante que se hace eterno, veo como un pez sale disparado corriente arriba, saltando por encima de los rápidos de espuma champagne. La línea le sigue y tras ellos, Juan echa a correr por la orilla, saltando como puede entre las piedras, tratando de no perder tensión.
Bajo como puedo por la grieta que desciende al pozo y al llegar a la orilla, Juan ya ha doblado la esquina. Cuando le alcanzo, 150 metros más arriba, veo que tiene la situación bajo control. Me pide ayuda para tailear el pez. Es escueto y le veo concentrado, seguro que lo ha visto y tiene claro que es “su pez”, el que ha venido a buscar. Espero agachado el momento adecuado, tratando de que el pez no me descubra y cuando por fin lo veo y agarro la cola, se que Juan está en lo cierto. Un metro de pez, musculoso, gordo, potente. Un sueño hecho realidad.
La cara de Juan cuando lo deja marchar no tiene descripción posible, al menos para mí. El tampoco tiene palabras, tan solo un simple y certero: “¡Qué maravilla!”.
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